Volver a casa esta vez sería diferente ya que sabía que nunca más estaría en aquel lugar, con aquella briza que la acompañó por años. Sus abuelos se iban a vivir a otra ciudad y ya no habría como regresar, al menos por mucho tiempo. Intentaba despedirse sin embargo no encontraba la manera.
Se acercó aun más a la orilla, se sacó las zapatillas y metió los pies al agua. La tarde cambió de color y la luz se reflejaba en su rostro. Cerró los ojos y se reclinó para disfrutar los pocos minutos que quedaban de atardecer. Los rojos, naranjos y amarillos combinaban perfecto con los aromas de su amado bosque de pinos.
Viejas compañeras salían a cazar y acompañarla. Verdes y azuladas las libélulas comenzaban su baile aéreo ofreciéndole, quizás, la última de las danzas que la hipnotizaban desde que era pequeña. En ese río se había enamorado de ellas y sus piruetas incansables que en el verano eran requiems de una temporada que acabaría tanto para ellas como para la capitalina.
Ya tenía 14 años y el pueblo era pequeño para ella y sus aventuras. En silencio observó como se iba el último rayo de sol sobre el cerro. Era hora de partir. Secó sus pies en el pasto y se puso las zapatillas. Volteó un segundo para mirar su querido río y sonrió. Tal ves sabía que no era la última vez.
Una de las tantas orillas del río laja. |
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