martes, 11 de enero de 2011

viejo sur...

Ahí estaba, sentada en un viejo tronco a la orilla del río esperando que se pusiera el sol. Los sauces le hacían compañía mientras agitaban sus ramas por el cálido viento de una tarde de verano. Tan solo quedaban cinco días para su regreso a Santiago y las vacaciones terminarían.

Volver  a casa esta vez sería diferente ya que sabía que nunca más estaría  en aquel lugar, con aquella briza que la acompañó por años. Sus abuelos se iban a vivir a otra ciudad y ya no habría como regresar, al menos por mucho tiempo. Intentaba despedirse sin embargo no encontraba la manera. 

Se acercó aun más a la orilla, se sacó las zapatillas y metió los pies al agua. La tarde cambió de color y la luz se reflejaba en su rostro. Cerró los ojos y se reclinó para disfrutar los pocos minutos que quedaban de atardecer. Los rojos, naranjos y amarillos combinaban perfecto con los aromas de su amado bosque de pinos. 

Viejas compañeras salían a cazar y acompañarla. Verdes y azuladas las libélulas comenzaban su baile aéreo ofreciéndole, quizás, la última de las danzas que la hipnotizaban desde que era pequeña. En ese río se había enamorado de ellas y sus piruetas incansables que en el verano eran requiems de una temporada que acabaría tanto para ellas como para la capitalina.

Ya tenía 14 años y el pueblo era pequeño para ella y sus aventuras. En silencio observó como se iba el último rayo de sol sobre el cerro. Era hora de partir. Secó sus pies en el pasto y se puso las zapatillas. Volteó un segundo para mirar su querido río y sonrió. Tal ves sabía que no era la última vez.

Una de las tantas orillas del río laja.






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